Había una vez un precioso país, situado al Sur, muy al Sur, y al Oeste, muy al Oeste, de Europa; más bien parecía un cruce de caminos, un escalón hacia el Norte, hacia el Sur, hacia el Saliente y hacia Poniente.
Pues bien, en aquel país había un “Cole”, un colegio más, de tantos y tantos colegios repartidos por sus ciudades y pueblos.
Las clases venían impartiéndose en sus aulas desde los comienzos del siglo XX. Siempre con toda normalidad; tanta normalidad que a veces se caía en la monotonía. Pasaron los años, los meses, los días, las horas y llegó el siglo XXI.

Corría el mes de diciembre y como siempre llegaba la Navidad. Los profesores se reunieron en claustro. Allí se plantearían sus temores, sus preocupaciones y sus ganas de hacer las cosas cada vez mejor con aquellos alumnos y alumnas recién llegados. Se leyó el acta del Claustro anterior. Se aprobó. Y cuando iba a comenzar el gran tema que les reunía apareció por la puerta el conserje. Llevaba una gran cesta, de aquellas de Navidad, adornada con un hermoso lazo de color rojo.
Los profesores se quedaron gratamente sorprendidos.

Se hizo de nuevo un breve silencio. Se miraron unos a otros, y un mismo pensamiento les unió y animó. Un pensamiento que pareció disiparles los temores, infundiéndoles ánimo y fuerza: “Eso eran sus alumnos y alumnas, un gran cesto de frutas preciosas y diversas que aumentaban su belleza y su valor estando juntas”.
No escatimarían esfuerzos para lograr su desarrollo como personas iguales, aunque ello entrañara un sin fin de dificultades.
La fuerza les vino por eso, porque era Navidad, y Navidad siempre ha significado comprensión, tolerancia y amor.
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